Más allá de la metáfora, es cierto que hay instalada en el sistema económico y financiero una máquina pensada para que—so pretexto del desarrollo de la sociedad—nuestro esfuerzo le entregue beneficios enormes. Y sin considerar que paradójicamente dicha máquina se terminó de instalar durante el retorno a la democracia, el hecho es que el artilugio que ha comenzado a quedar a la vista no nos gusta. No les gusta a los estudiantes, ni a los padres, ni a la clase media, ni a los tres o cuatro primero quintiles, ni a la gente de bien, cualquiera que sea su clase o nivel.
No nos gusta, porque a diferencia de los impuestos—una forma de exacción legitimada por el acuerdo social—la máquina mencionada no apunta al bien común. Por el contrario, la Matrix del cuento apunta solo al beneficio de unos pocos que se ubican socialmente al tope del primer quintil, razón por la cual sus dueños y beneficiarios (bancos, ejecutivos de alto nivel, grandes empresas y unos pocos profesionales) son los únicos que no desean cambios.
Estamos rodeados por las martingalas expoliadoras de este tipo tanto como por el delito. Entre otras cosas que me sacan unos pocos pesos cada mes descubrí que pese a haber eliminado todos los carrier en mi teléfono fijo tenía por lo menos tres de vuelta cobrándome unos diez mil pesos mensuales entre todos; lo mismo respecto de diferencias en los consumos de servicios, todos sin una buena explicación… ¡Es que soy una especie valorada explotable! ¡Igual que el más humilde ciudadano!
Pero el peligro que se cierne ahora sobre todos nosotros con tales argucias ahora que la cosa comienza a quedar a la vista—el perraje dijéramos—es que esa otra máquina, peor todavía y menos socialmente orientada aún que la Matrix —la política de personajes como los que hemos visto en la comedia de equivocaciones de estos últimos días—se quede con el testimonio y el beneficio de la reacción social del mismo modo que por distintas vías se quedan con una parte no menor de nuestros impuestos.