Me impresionaron terriblemente los sucesos violentos que siguieron a la exhibición del documental sobre Pinochet en el teatro Caupolicán. En las marchas estudiantiles de 2011 se había observado ya a los encapuchados destrozar alegremente la propiedad pública y privada en actos violentos y desquiciados que terminaban en saqueos de comercios y oficinas bancarias de las que los manifestantes se llevaban trofeos o simplemente robaban impunemente mercadería. ¡Claro que eran sucesos violentos! ¡Desde luego que en ellos se producía destrucción y descontrol! ¡Pero nunca el odio que se percibió el domingo pasado!
Tres instantes me impactaron: en el primero se vio a un individuo de mediana edad tirado en el suelo en el borde de un prado, mientras una serie de gañanes jóvenes lo pateaban violentamente insultándolo, todo ello mientras una mujer joven les pedía que lo dejaran, que no le pegaran más. Los agresores se retiraban ya al ver la cámara grabando, pero uno embozado volvió para patear violentamente e impunemente al caído mientras le gritaba una y otra vez que le había cagado la vida. Posiblemente se trataba de alguien cuyo padre desapareció o sufrió torturas en los momentos que siguieron al golpe o cuya familia se exilió, pero con toda seguridad, el agredido no había tenido nada que ver con esa tragedia.
El segundo instante fue el momento en que un grupo de personas enfurecidas atacaron el taxi en que trataba de retirarse del evento el ex Ministro Márquez de la Plata. No sólo abrieron las puertas del vehículo y le pegaron a él y a su hija, sino que lo escupieron. Me impresionó su temor y su indefensión, seguramente porque me recordó una agresión similar que sufrió mi madre en 1972 de parte de la dueña de una farmacia en Concepción, que en su propio local la agredió escupiéndola por su condición de momia. Sin embargo, a la hora de pensar en escupir a alguien, descubrí que personalmente escupiría a un listado de personas entre las que se cuentan 21 diputados, 17 senadores, 4 Alcaldes, tres ex Ministros, 5 ex subsecretarios, tres dirigentes sindicales, tres candidatos y un ángel.
El último momento terrible fue el de la automotora. Debo decir que nunca había entendido bien cómo conflictos civiles internos habían podido destruir de tal manera ciudades como El Líbano, Trípoli y Damasco, pero luego de ver a los vándalos destrozando indefensos automóviles, he comenzado a comprender que más que los morteros, bombas y proyectiles, los destrozos se producen por el pillaje y el odio. Curiosamente no hubo robos en esos vehículos, sino sólo destrucción.
Existen, evidentemente, justificaciones históricas, políticas, sociales y hasta personales para el odio a raíz del Gobierno Militar. Desde los que perdieron familiares, a los que extraviaron ilusiones, pasando por los que se quedaron sin substanciosos futuros, fueron exonerados o debieron exilarse, muchos chilenos tienen motivos para odiar. Pero ¿cuántos serán realmente? ¿Son los suficientes como para comprometer a un país completo en una escalada de odios y rencores?
Son pocos, pero son suficientes.
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