Nadie se explica porqué, si este país crece tan rápidamente, si la pobreza se reduce de manera sostenida, si los ingresos aumentan, si hay casi pleno empleo, si las expectativas se multiplican, la gente se muestra tan desesperanzada, se percibe un pesimismo tan extendido, hay tanto descontento, tanta desconfianza en las instituciones y en la política y se revela un sentimiento creciente de que si no tomamos el futuro con nuestras propias manos, nada va a cambiar. Pensando detenidamente en el asunto, he llegado a la conclusión que lo que ocurre es que la gente piensa, con buenas razones, que por más que las cosas hayan cambiado—y habría que ser ciego para no reconocerlo—los métodos son los mismos de siempre. La idea se fundamenta en que subyace la percepción que el interregno 1973-1990—nada menos—fue sólo un paréntesis que no cambió ni a la forma de hacer política, ni a los actores de la escena política nacional.
Mirando a los actores, resulta claro que una proporción significativa de ellos son los mismos viejos tercios que por uno o por otro lado llevaron a este país al desastre y sus herederos o sucesores, parecen cortados por la misma tijera. Muchos de los antiguos políticos de la vieja democracia revivieron con la nueva dejando su sello—los Saldivar, los Aylwin, los Silva Cimma, los Valdés, los Lagos, las Marín, y tantos más, aunque hayan comenzado a morirse de viejos—; muchos de los nuevos surgidos durante los últimos 25 años—los Frei Ruiz Tagle, los Burgos, las Alvear, los Martínez, los Gómez, los Escalona, los Allamand, los Lavín y los Piñera—mantuvieron los mismos esquemas, siguieron similares derroteros y aunque en algunos casos intentaran renovarse, de alguna manera fueron identificados con las malas costumbres de la vieja política tradicional, contaminándose. Cooperaron al deterioro de la imagen personajes fatales tales como los Aguiló, los Asencio, los Girardi, los Silver, los Navarro, los Moreira y los Pizarro y tantos más que afean el escenario público.
El problema que se suscita, entonces, es que entre un diablo conocido y un diablo por conocer, la opinión pública, el alma nacional, el electorado, ha cambiando por fin el switch y ha comenzado a inclinarse por los recién llegados antes que por los conocidos de antes. Los vimos con Bachelet, que antes de subirse al tanque no la conocían ni en su barrio, con Marco Enríquez y su sorpresivo 20 % y con Golborne, cuya nota en el currículum antes del episodio de los mineros era haberse ido de vacaciones a Sud África a ver el Mundial de Futbol en el momento en que se discutía el royalty.
Comenzamos a vivir la etapa de los aparecidos en política, la de los no contaminados, los agraciados con alguna forma de frescura en su apariencia o en su discurso. El caso de la Vallejos lo prueba y muestra que la fuerza de la frescura alcanza hasta para salvar a carcamales como Teillier y Gajardo. Por eso, personajes como Allamand, Longueira, Velasco, Orrego y varios más ya bien conocidos la tienen dura y van a tener que parecer muy renovados si quieren competir.
Los hoy conocidos, también eran desconocidos antes de que los conocieran. ¿Y que se obtuvo de ellos?. Nada, son puros chantas. Las nuevas caras de hoy, serán los chantas de mañana. Si el problema no es la edad, ni las mañas, es que estamos en malas manos, y no podremos estar en mejores porque no las hay. Y si aparece alguien de quien nos podamos fiar, no ganará la elección correspondiente, ya que nadie quiere tener al frente a una persona decente que le diga lo que no quiere escuchar.
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