Según se ha comentado profusamente, en diciembre de este año 2012 es el acabo de mundo. Para mí, que dicho acontecimiento fatal se va a adelantar, por lo menos en el panorama de la política chilena, un par de meses. O el Gobierno o la oposición, no pasan de octubre. Y todo indica que gane aquél o gane aquélla, a los chilenos nos va a encontrar el 21 de diciembre—fecha que fija la profecía—peor que nunca. Y si por casualidad se da un empate electoral, será lo mismo que ahora, que ya es bastante malo. Total, que se acabe el mundo el 21 de diciembre puede ser un mal menor.
¿Por qué le ha ido tan mal a este gobierno, cuando tenía todas las posibilidades frente al marasmo de la Concertación , simbolizado en la incapacidad de la Presidenta de reaccionar el día del terremoto? ¿Por qué le ha ido tan mal a la oposición, cuando ha tenido tantas oportunidades frente a la falta de inteligencia política del Presidente, simbolizada en un montón de errores de los que el mal manejo del conflicto estudiantil es sólo la guinda de la torta?
Yo creo que como en el teatro, aunque la obra elegida sea buena, en buena parte el éxito dependerá de que la nueva adaptación que se haga de la pieza original, sea bien diferente de la adaptación anterior que se exhibió sin un éxito muy significativo hasta principios del 2010. Un eventual fracaso de esta nueva versión puede depender de eso, fuera que siempre va a haber responsabilidad de la dirección, de las actuaciones y hasta de la sala y la puesta en escena.
Mirando con perspectiva hay que convenir que la dirección de la nueva puesta en escena ha sido pésima: ni el director ni sus asistentes parecen saber nada del ritmo de la acción, ni de la construcción de los personajes, ni de la tensión dramática indispensable para mantener cautivo al espectador, ni del uso del tiempo como factor regulador y desencadenante de las emociones. En vez de eso, se lo han llevado preocupados de la venta de la taquilla—equivalente de las encuestas—y del tratamiento de la crítica—el equivalente de los medios—.
Qué decir de los actores—los buenos y los malos en la trama—que uno no se explica cómo llegaron a subirse al escenario, porque salvo un par de cómicos, los demás ni siquiera alcanzan para payasos de circo pobre. Los protagonistas del Senado y La Cámara y los actores secundarios de los partidos dan pena y uno se resiente de los enormes beneficios que se llevan para la casa—las entradas son bastante caras, especialmente para los más pobres—sin contar con que no hay explicación para que no se produzca una renovación indispensable en un elenco tan desprestigiado.
La sala y la puesta en escena están, por otra parte, totalmente fuera de orden. Desde las normas con las que se confecciona el libreto, hasta las pautas con las que se seleccionan los actores, todo está sobrepasado y se tambalea, sostenido solamente por el interés del director y los actores, que ven que si algo cambia, el jugoso producto de la taquilla podría caer fácilmente en otras manos.
Y en este panorama inexplicable de desidia e ineptitud, para más, se ha decidido ampliar la capacidad de la sala, pasando de poco más de ocho millones de potenciales asistentes a más de doce y medio millones, sin ningún cambio arriba ni detrás del escenario. ¿Qué se entrañan entonces que el público pueda querer incendiar el teatro?
Pensando en positivo, con un panorama así, al menos en la galería siempre se puede comer palomitas de maiz ...
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