Analizando las circunstancias de mi vida hacia atrás, advierto que fui discriminado en casi todos los ambientes en que desarrollé alguna actividad y sobreviví a todos los acosos: por usar anteojos, por ser menor, por no ser católico ni semita, por ser medianamente bien hablado, por no querer fumar, por no beber, por entregar mis trabajos a tiempo y hasta por gustarme los gatos. Sobreviví casi ileso, tal vez porque no se trataba de peculiaridades de las que me sintiese obligado a hacer alarde, formar tribu o definir postura. Nunca anduve con un felino a cuestas, jamás ofendí a algún cristiano ni a ningún judío, árabe o sirio y en verdad, a nadie en particular. Reconozco, sin embargo, algunas concesiones a la discriminación: en oportunidades esperé hasta el último instante antes de cumplir, más no fuera por no poner a los irresponsables en evidencia y hasta me emborraché alguna vez por no desteñir.
La cuestión es que en ese entonces la discriminación se trataba de un problema entre pares, propio de la cultura y las costumbres y se solucionaba solo con un poco de educación, sin necesidad de leyes ni del hermano mayor. Hay que reconocer que el concepto de cultura a que me refiero era aplicable a un estrato reducido de personas, en un universo acotado y bastante cerrado como era la clase media de mi niñez y juventud.
Hoy por hoy las cosas han cambiado. Primero que nada, el cuerpo social abarca toda la variada gama de manifestaciones y comportamientos, desde los estratos más empingorotados al estado llano menos favorecido; desde los que por generaciones han cultivado costumbres altamente socializadoras , hasta los que comienzan a necesitarlas con urgencia, so pena de tragedias como la del joven Zamudio. Y posiblemente en eso estribe el problema.
Una duda es si la solución al problema pasa por la dictación de leyes reguladoras o punitivas o es más bien materia de diseñar inteligentemente un proceso de sanación social. Recuerdo cuando el profesor de gimnasia determinó que era necesario que me pusiera los guantes con mi compañero Miguel , que me tenía amenazado. Enceguecido por su primer puñete le di con desesperación y lo dejé sentado en el suelo, tras lo cual conseguí todo su respeto consideración.
Otra duda tiene relación con el papel de la prensa y los medios, que más que informar contagian, por su tendencia a enfocarse en la noticia como mercancía más que en la información como formadora. Mi padre fue dueño de un periódico de provincia (literal, porque aparecía los martes), en el que de cuando en cuando aparecía entre las columnas un espacio vacío. “Es la noticia que es indispensable omitir al público, pero que algún culpable sabe se pudo publicar”. Nada original, pero efectivo.
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